Página de la asignatura "Introducción a la Literatura española". Universidad de Castilla-La Mancha

Profesor Antonio Barnés.
Antonio.Barnes@uclm.es

martes, 1 de marzo de 2011

Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras del doctor don Diego de Torres Villarroel

 Autobiografía de Torres Villarroel
Mi vida, ni en su vida ni en su muerte, merece más
honras ni más epitafios que el olvido y el silencio. A
mí solo me toca morirme a oscuras, ser un difunto escondido
y un muerto de montón, hacinado entre los
demás que se desvanecen en los podrideros1. A mis
gusanos, mis zancarrones2 y mis cenizas deseo que
no me las alboroten, ya que en la vida no me han dejado
hueso sano. A la eternidad de mi pena o de mi
gloria no la han de quitar ni poner trozo alguno los
recuerdos de los que vivan; con que no rebajándome
infierno y añadiéndome bienaventuranza sus conmemoraciones,
para nada me importa que se sepa que
yo he estado en el mundo.


No aspiro a más memorias que a los piadosísimos
sufragios que hace la Iglesia, mi madre, por toda
la comunidad de los finados de su gremio. Cogerame
el torbellino de responsos del día dos de noviembre,
como a todo pobre, y me consolaré con los que me reparta
la piedad de Dios. Hablo con los antojos de mi
esperanza y la liberalidad de mi deseo. Yo me imagino
desde acá ánima del purgatorio, porque es lo mejor
que me puede suceder. La multitud horrible de mis
culpas me confunde, me aterra y me empuja a lo más
hondo del infierno, pero hasta ahora no he caído en él
ni en la desesperación. Por la gracia de Dios espero
temporales los castigos y, confiado en su misericordia,
aún me hago las cuentas más alegres. Su Majestad
quiera que este último pronóstico me salga cierto, ya
que ha permitido que mienta en cuantos tengo derramados
por el mundo.
A los frailes y a los ahorcados (antes y después
de calaveras) los3 escribe el uso, la devoción o el entretenimiento
de los vivientes, las vidas, los milagros y
las temeridades. A otras castas de hombres, vigorosos
en los vicios o en las virtudes, también les hacen la caridad
de inmortalizarlos un poco con la relación de sus
hazañas.
A los muertos, ni los sube ni los baja, ni los
abulta ni los estrecha la honra o la ignominia con
que los sacan segunda vez a la plaza del mundo los
que se entrometen a historiadores de sus aventuras;
porque ya no están en estado de merecer, de medrar
ni de arruinarse. Los aplausos, las afrentas, las exaltaciones,
los contentos y las pesadumbres, todas se
acaban el día que se acaba.
A los vivos les suele ser lastimosamente perjudicial
el cacareo de sus costumbres. Porque a los
buenos los pone la lisonja disimulada en una entonación
desvanecida y en un amor interesado, antojadizo
y peligroso. Regodéanse con los chismes del
aplauso y con las monerías de la vanagloria, y dan
con su alma en una soberbia intolerable. Los malos
se irritan, se maldicen y tal vez se complacen con la
abominación o las acusaciones de sus locuras. Un requiebro
de un adulador desvanece al más humilde.
Una advertencia de un bienintencionado encoloriza4
al menos rebelde. En todo hay peligro; es ciencia dificultosa
la de alabar y reprehender. Todos presumen
que la saben y ninguno la estudia; y es raro el que no
la practica con satisfacción.
A los que leen dicen que les puede servir, al escarmiento
o la imitación, la noticia de las virtudes o las
atrocidades de los que con ellas fueron famosos en la
vida. No niego algún provecho; pero también descubro
en su lectura muchos daños, cuando no lee sus acciones
el ansia de imitar las unas y la buena intención de
aborrecer las otras, sino el ocio impertinente y la curiosidad
mal empleada. Lo que yo sospecho es que si
este estilo produce algún interés, lo lleva solo el que escribe,
porque el muerto y el lector pagan de contado; el
uno con los huesos que le desentierran, y el otro con su
dinero. Yo no me atreveré a culpar absolutamente esta
costumbre, que ha sido loable entre las gentes, pero
afirmo que es peligroso meterse en vidas ajenas y que
es difícil describirlas sin lastimarlas. Son muchas las
que están llenas de nimiedades, ficciones y mentiras.
Rara vez las escribe el desengaño y la sinceridad, si no
es la adulación, el interés y la ignorancia. Lo más seguro
es no despertar a quien duerme. Descansen en paz
los difuntos, los vivos vean cómo viven y viva cada uno
para sí, pues para sí solo muere cuando muere.
Las relaciones de los sucesos gloriosos, infelices
o temerarios de infinitos vivientes y difuntos, podrán
ser útiles, importantes y aun precisas. Sean enhorabuena
para todos, pero a mí por lado ninguno me viene
bien, ni vivo ni muerto, la memoria de mi vida; ni
a los que la hayan de leer les conduce para nada el examen
ni la ciencia de mis extravagancias y delirios. Ella
es tal que ni por mala ni por buena, ni por justa ni por
ancha, puede servir a las imitaciones, los odios, los cariños
ni las utilidades.
Yo soy un mal hombre; pero mis diabluras, o
por comunes o por frecuentes, ni me han hecho abominable
ni exquisitamente reprehensible. Peco, como
muchos, emboscado y hundido, con miedo y con vergüenza
de los que me atisban. Mirando a mi conciencia,
soy facineroso; mirando a los testigos, soy regular,
pasadero y tolerable. Soy pecador solapado y delincuente
oscuro, de modo que se sospeche y no se jure.
Tal cual vez soy bueno, pero no por eso dejo de ser
malo. Muchos disparates de marca mayor y desconciertos
plenarios tengo hechos en esta vida, pero no
tan únicos que no los hayan ejecutado otros infinitos
antes que yo. Ellos se confunden, se disimulan y pasan
entre los demás. El uso plebeyo los conoce, los
hace y no los extraña ni en mí ni en otro, porque todos
somos unos y, con corta diferencia, tan malos los
unos como los otros.
A mi parecer soy medianamente loco, algo libre
y un poco burlón, un mucho holgazán, un si es no es
presumido y un perdulario5 incorregible, porque siempre
he conservado un aborrecimiento espantoso a los
intereses, honras, aplausos, pretensiones, puestos, ceremonias
y zalamerías del mundo. La urgencia de mis
necesidades, que han sido grandes y repetidas, jamás
me pudo arrastrar a las antesalas de los poderosos; sus
paredes siempre estuvieron quejosas de mi desvío,
pero no de mi veneración. Nunca he presentado un
memorial6, ni me he hallado bueno para corregidor,
para alcalde, para cura, ni para otro oficio por los que
afanan otros tan indispuestos como yo.
A este dejamiento (que, en mi juicio, es mal
humor o filosofía) han llamado soberbia y rusticidad
mis enemigos. Puede ser que lo sea, pero como soy
cristiano que yo no la distingo o la equivoco con otros
desórdenes. Unas veces me parece genio y otras altanería
desvariada. Lo que aseguro es que cuando se me
ofrece ser humilde, que es muchas veces al día, siempre
encuentro con las sumisiones y con el menosprecio
de mí mismo, sin el más leve reparo ni retiro de mi
natural orgullo. Sujeto con facilidad y con alegría mis
dictámenes y sentimientos a cualquiera parecer. Me
escondo de las porfiadas conferencias7 que son frecuentes
en las conversaciones. Busco el asiento más
oscuro y más distante de los que presiden en ellas. Hablo
poco, persuadido a que mis expresiones ni pueden
entretener ni enseñar. Finalmente, estoy en los concursos
cobarde, callado, con miedo y sospecha de mis
palabras y mis acciones. Si esto es genio, política, negociación
o soberbia, apúrelo el que va leyendo, que
yo no sé más que confesarlo.
Sobre ninguna de las necedades y delirios de mi
libertad, pereza y presunción, se puede fundar ni una
breve jácara de las que, para el regodeo de los pícaros,
componen los poetas tontos y cantan los ciegos en los
cantones y corrillos. Yo estoy bien seguro que es una
culpable majadería poner en corónica las sandeces de
un sujeto tan vulgar, tan ruin y tan desgraciado que
por extremo alguno puede servir a la complacencia, al
ejemplo ni a la risa. El tiempo que se gaste en escribir
y en leer no se entretiene ni se aprovecha, que todo se
malogra. Y no obstante estas inutilidades y perdiciones,
estoy determinado a escribir los desgraciados pasajes
que han corrido por mí en todo lo que dejo atrás
de mi vida.
Por lo mismo que ha tardado mi muerte, ya no
puede tardar. Y quiero, antes de morirme, desvanecer
con mis confesiones y verdades los enredos y las mentiras
que me han abultado los críticos y los embusteros.
La pobreza, la mocedad, lo desentonado de mi
aprehensión, lo ridículo de mi estudio, mis almanaques,
mis coplas y mis enemigos me han hecho hombre
de novela, un estudiantón extravagante y un escolar
entre brujo y astrólogo, con visos de diablo y
perspectivas8 de hechicero. Los tontos que pican en
eruditos me sacan y me meten en sus conversaciones;
y en los estrados y las cocinas, detrás de un aforismo
del kalandario, me ingieren una ridícula quijotada y
me pegan un par de aventuras descomunales. Y, por
mi desgracia y por su gusto, ando entre las gentes hecho
un mamarracho, cubierto con el sayo que se les
antoja y con los parches e hisopadas de sus negras noticias.
Paso entre los que me conocen y me ignoran,
me abominan y me saludan, por un Guzmán de Alfarache,
un Gregorio Guadaña9 y un Lázaro de Tormes.
Y ni soy este, ni aquel, ni el otro; y por vida mía, que
se ha de saber quién soy. Yo quiero meterme en corro;
y ya que cualquiera monigote presumido se toma de
mi murmuración, murmuremos a medias, que yo lo
puedo hacer con más verdad y con menos injusticia y
escándalo que todos. Sígase la conversación y crea
después el mundo a quien quisiere.
No me mueve a confesar en el público mis verdaderas
liviandades el deseo de sosegar los chismes y
las parlerías con que anda alborotado mi nombre y forajida
mi opinión, porque mi espíritu no se altera con
el aire de las alabanzas ni con el ruido de los vituperios.
A todo el mundo le dejo garlar y decidir sobre lo
que sabe o lo que ignora, sobre mí o sobre quien agarra
al vuelo su voluntad, su rabia o su costumbre.
Desde muy niño conocí que de las gentes no se
puede pretender ni esperar más justicia ni más misericordia
que la que no le haga falta a su amor propio. En
los empeños de poca o mucha consideración, cada uno
sigue su comodidad y sus ideas. Al que me alaba, no se
lo agradezco; porque, si me alaba, es porque le conviene
a su modestia o su hipocresía, y a ellas puede pedir
las gracias que yo no debo darle. Al que me corrige, le
oigo y lo dejo descabezar; ríome mucho de ver cómo
presume de consejero muy repotente10 y gustoso con
sus propias satisfacciones. Así me compongo con las
gentes, y así he podido llegar con mi vida hasta hoy sin
especial congoja de mi espíritu y sin más trabajos que
las indispensables corrupciones y lamentos que para el
rey y el labrador, el pontífice y el sacristán, tiene la naturaleza
reposados en su misma fábrica y vitalidad.
Dos son los especiales motivos que me están instando
a sacar mi vida a la vergüenza. El primero nace de
un temor prudente, fundado en el hambre y el atrevimiento
de los escritores agonizantes y desfarrapados que
se gastan con la permisión de Dios en este siglo. Escriben
de cuanto entra, pasa y sale en este mundo y el otro, sin
reservar asunto ni persona. Y temo que, por la codicia de
ganar cuatro ochavos, salga algún tonto levantando nuevas
maldiciones y embustes a mi sangre, a mi flema y a
mi cólera. Quiero adelantarme a su agonía y hacerme el
mal que pueda, que por la propia mano son más tolerables
los azotes. Y, finalmente, si mi vida ha de valer dinero,
más vale que lo tome yo que no otro; que mi vida
hasta ahora es mía, y puedo hacer con ella los visajes y
transformaciones que me hagan al gusto y a la comodidad;
y ningún bergante me la ha de vender mientras yo
viva. Y para después de muerto, les queda el espantajo de
esta historia, para que no lleguen sus mentiras y sus ficciones
a picar en mis gusanos. Y estoy muy contento de
presumir que bastará la diligencia de esta escritura, que
hago en vida, para espantar y aburrir de mi sepulcro los
grajos, abejones y moscardas que sin duda llegarían a
zumbarme la calavera y roerme los huesos.
El segundo motivo que me provoca a poner patentes
los disparatorios de mi vida, es para que de ellos
coja noticias ciertas y asunto verdadero el orador que
haya de predicar mis honras a los doctores del reverente
claustro de mi Universidad11. A mi opinión le
tendrá cuenta que se arreglen las alabanzas a mis confesiones,
y a la del predicador le convendrá no poco
predicar verdades.
Como he pasado lo más de mi vida sin pedir ni
pretender honores, rentas ni otros intereses, también deseo
que en la muerte ninguno me ponga ni me añada
más de lo que yo dejare declarado que es mío. Materiales
sobrados contiene este papel para fabricar veinte oraciones
fúnebres, y no hará demasiada galantería el orador en
partir con mi alma la propina12, porque le doy hecho lo
más del trabajo. Acuérdese de la felicidad que se halla el
que recoge junto, distinguido y verdadero el asunto de
los funerales; que es una desdicha ver andar a la rastra
(en muriendo uno de nosotros) al pobre predicador
mendigando virtudes y estudiando ponderaciones para
sacar con algún lucimiento a su difunto. Preguntan a
unos, examinan a otros y, al cabo de uno, dos o más años,
no rastrean otra cosa que ponderar del muerto si no es la
caridad; y ésta la deduce[n] porque algún día lo vieron
dar un ochavo de limosna. Empéñanse en canonizarlo y
hacerle santo, aunque haya sido un Pedro Ponce13, y es
preciso que sea en fuerza de fingimiento, ponderaciones
y metafísicas.
A mí no me puede hacer bueno ninguno después
de muerto, si yo no lo he sido en vida. Las bondades
que me apliquen, tampoco me pueden hacer
provecho. Lo que yo haga y lo que yo trabaje es lo que
me ha de servir, aunque no me lo cacareen. Ruego desde
ahora al que me predique que no pregunte por más
ideas ni más asuntos que los que encuentre en este papel.
Soy hombre claro y verdadero, y diré de mí lo que
sepa con la ingenuidad que acostumbro. Agárrese de la
misericordia de Dios y diga que de su piedad presume
mi salvación, y no se meta en el berenjenal de hacerme
virtuoso, porque más ha de escandalizar que persuadir
con su plática. Si mi Universidad puede suspender
la costumbre de predicar nuestras honras, yo
deseo que empiece por mí y que me cambie a misas y
responsos el sermón, el túmulo, las candelillas y los
epitafios. Gaste con otros sujetos más dignos y más
acreedores a las pompas sus exageraciones y el bullaje
de los sentimientos enjutos, que yo moriré muy agradecido
sin la esperanza de más honras que las especiales
que me tiene dadas en vida14.
Estos son los motivos que tengo para sacarla a
luz de entre tantas tinieblas. Y, antes de empezar conmigo,
trasplantaré a la vista de todos el rancio alcornoque
de mi alcurnia, para que se sepa de raíz cuál es
mi tronco, mis ramos y mis frutos.

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Dámaso Alonso

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imaginación, poblado allí para siempre, encendido allí para siempre, un día interior que luce en nuestra alma y que ya no se extinguirá sino con nuestra conciencia.

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