Cátedra. Madrid (2004). 1.631 págs. 35 €.

Con un completo estudio introductorio de Arturo Ramoneda, Cátedra ha reunido todo el teatro escrito por Miguel Mihura, uno de los autores de humor más importantes de la literatura española. En 1905 se celebra el primer centenario de su nacimiento, lo que ha motivado la publicación de este volumen (anuncian, además, otro dedicado a su prosa y obra gráfica) y de otros como la biografía "Mihura. Humor y melancolía" (Algaba Ediciones), de Julián Moreiro, uno de los máximos estudiosos de este autor. Mihura murió en 1977, un año después de ser nombrado académico.

Desde muy joven –su padre fue actor y empresario teatral–, vivió de cerca el mundo teatral. Con sus experiencias en diferentes compañías ambulantes escribió en 1932 "Tres sombreros de copa", obra que fue rechazada por todos los empresarios de la época por considerarla demasiado arriesgada. Este primer fracaso provocó que no indagase en esa concepción rupturista y vanguardista, y prefiriese pasarse a un teatro más comercial. Durante la guerra civil dirigió en San Sebastián "La ametralladora", revista que será el germen de "La Codorniz", que fundó después de la guerra, en 1941, y que dirigió solamente durante tres años.

Mihura compaginó su dedicación al humor gráfico y escrito con los trabajos que desarrolló para el cine, bien como guionista o como autor de diálogos y doblajes. En todas sus actividades, defendió que "el humor verdadero no se propone enseñar o corregir, porque no es ésa su misión. Lo único que pretende el humor es que, por un instante, nos salgamos de nosotros mismos, nos marchemos de puntillas a unos veinte metros y demos una vuelta a nuestro alrededor contemplándonos por un lado y por otro, por detrás y por delante, como ante los espejos de una sastrería, y descubramos nuevos rasgos y perfiles que no conocíamos".

Después de la guerra escribió en colaboración algunas obras de teatro como "¡Viva lo imposible!" (con José Calvo Sotelo), "Ni pobre ni rico sino todo lo contrario" (con Tono) y "El caso de la mujer asesinadita" (con Alvaro de Laiglesia, quien le sucedería en la dirección de "La Codorniz"). Ninguna de estas obras triunfó comercialmente, lo que le hizo recapacitar y adaptarse a los gustos de un público conservador, que es el que acudía al teatro.

A partir de ese momento dosifica los recursos innovadores y se inclina por lo sentimental. Se instala en un teatro basado en un humor blando, limpio, absurdo, donde no tienen cabida los planteamientos sociales ni políticos. "Mi obra –decía Mihura– no responde a ningún compromiso social, porque yo, artísticamente, estoy libre de toda clase de compromisos".

Sus comedias se centran en el quiero y no puedo de las clases medias, con toda su cursilería y tópicos a cuestas que se empeña una y otra vez en ridiculizar, lo mismo que la vida matrimonial, uno de sus temas preferidos, y algunos géneros literarios, como la novela policíaca. En estas comedias, dice Ramoneda, Mihura, "con gran dominio de la carpintería teatral, se preocupa, más que de la caracterización psicológica de los personajes y de la originalidad conceptual, de la acción, de la intriga, de la complicación del hilo argumental y de entretener y divertir al espectador". De esta época son "Mi adorado Juan", "Maribel y la extraña familia", "Ninette y un señor de Murcia", "Sublime decisión", "La bella Dorotea", "Melocotón en almíbar", entre otras.


Más tarde, la enfermiza indolencia del autor y la superación de unos modelos teatrales basados en esquemas tradicionales hicieron que su teatro perdiese fuelle. El paso del tiempo ha hecho mella en algunas de sus comedias, las más comerciales y menos trabajadas; sin embargo, en unas más que en otras, hay que destacar su habilidad para construir diálogos ágiles y absurdos, su gusto por lo inverosímil y por lo arbitrario, su divertido rechazo de los tópicos y de la omnipresente cursilería.

A su manera, como aparece en su obra más lograda, "Tres sombreros de copa", defendió la libertad individual, aunque para ello tuviese que disfrazar sus propósitos de sátira de los convencionalismos. Todas sus obras, dijo, siguen la línea de "ocultar mi pesimismo, mi melancolía, mi gran desencanto por todo, bajo su disfraz burlesco".

Adolfo Torrecilla