Página de la asignatura "Introducción a la Literatura española". Universidad de Castilla-La Mancha

Profesor Antonio Barnés.
Antonio.Barnes@uclm.es

martes, 22 de febrero de 2011

De la verosimilitud (Luzán)


Tiene tanta parte en la poesía y en la belleza poética la verosimilitud y hemos hecho tantas veces mención de ella, que me parece inexcusable el examinar aparte y más de cerca su naturaleza. Es este término de suyo tan claro y tan común, que no creo que haya capacidad tan corta que no comprenda lo que significa. Al oír un hecho, una historia, o una circunstancia, dícese que es verosímil o inverosímil; y si se lee un poema o se ve representar una comedia, dícese luego, sin tropiezo, si son o no verosímiles los lances, el enredo, la locución, etcétera, y todos entienden lo que en tales casos quiere significar este término verosímil.


Todos tienen presentes en la memoria las ideas o imágenes de las cosas vistas u oídas, y cotejando luego con estas ideas e imágenes la representación que el poeta hace de otras ideas e imágenes, ven, en una ojeada, si se parecen o no unas a otras, y entonces se dice que son verosímiles o inverosímiles aquellos lances, aquella locución, etc. Paréceme, pues, que la verosimilitud no es otra cosa sino una imitación, una pintura, una copia bien sacada de las cosas, según son en nuestra opinión, de la cual pende la verosimilitud; de manera que todo lo que es conforme a nuestras opiniones, sean éstas erradas o verdaderas, es para nosotros verosímil, y todo lo que repugna a las opiniones que de las cosas hemos concebido es inverosímil. Será pues verosímil todo lo que es creíble, siendo creíble todo lo que es conforme a nuestras opiniones. Por ejemplo, la opinión que tenemos de Aquiles, de Alejandro, de Escipión, etc., es que fueron muy valientes y esforzados capitanes; con que si el poeta nos los representa pusilánimes y cobardes, diremos, con razón, que su representación es inverosímil, porque repugna manifiestamente al concepto que de tales capitanes hemos formado. Asimismo, los pastores, según nuestra opinión, son incultos, ignorantes y rudos; por lo que si un mal poeta introduce un pastor o un hombre del campo a hablar de filosofía y de política, y a decir sentencias tan graves como las diría un Sócrates o un Séneca, a cualquiera parece inverosímil esa imitación, como tan desemejante del concepto que de tales personas hemos hecho. Y lo mismo será si la frase, los términos y el artificio con que el pastor explica sus pensamientos fueren tales, que más parezcan estilo de un culto cortesano que de un villano rudo. Pero, al contrario, que en la conquista de Jerusalén, en tiempo de Godofredo, mediasen embajadas de una parte a otra para tratar de paz o de ajuste; que entre los sarracenos hubiese un hombre de mucho valor llamado Argante; que dos príncipes jóvenes se rindiesen a los halagos de una hermosura; que alguno del ejército, por envidia, hablase mal de uno de los príncipes y éste, colérico y vengativo, le diese muerte; que una maga formase por encanto palacios y jardines deleitosos; que en el ejército se amotinasen soldados sediciosos, etc., todas son cosas conformes a nuestras opiniones y a lo que hemos visto o leído que sucede en otras ocasiones semejantes, de suerte que todas nos parecen verosímiles, probables y posibles, y nos deleita el aprender que aquella conquista pudo haber sucedido como el poeta la refiere.
Sin embargo, de todo lo dicho, hay poetas que deleitan por extremo con imágenes y cosas que son increíbles para muchos, y, por consiguiente, inverosímiles. Por ejemplo, Ariosto, siguiendo el estilo de los libros de caballerías, llenó su poema del Orlando furioso de anillos y astas encantadas, de hipogrifos, de novelas contrarias a la historia y de otras mil cosas de este género, inverosímiles para cualquier hombre de juicio y que sepa algo de historia, con que parece que no es necesaria la verosimilitud para la belleza poética y para el deleite que de ella procede.
A esta dificultad responde oportunamente Muratori66 distinguiendo dos verosimilitudes: una popular, otra noble; la popular es aquella que parece tal al rudo vulgo y a las personas legas; la noble es aquella que sólo parece tal a los doctos; con esta diferencia: que lo que es verosímil para los doctos, lo es también para el vulgo, pero no todo lo que parece verosímil al vulgo lo parece también a los doctos. Todos los cuentos que se leen en los libros de caballería y en algunos poetas que han seguido su estilo, como Ariosto, Boyardo, Berni y otros, tiene la verosimilitud popular que basta para deleitar al vulgo, a cuyo entretenimiento son dirigidas aquellas invenciones, las cuales también divierten a los doctos con su verosimilitud popular, en la cual admiran la destreza y artificio del poeta, que con ella ha sabido conseguir perfectamente su fin, que era sólo entretener y divertir al vulgo.
La verosimilitud popular, de que hablamos, nos da ocasión de examinar una duda perteneciente a este lugar, es a saber, si lo verosímil pasa los límites de lo posible, quiero decir, si es verosímil solamente lo posible o si a veces son también verosímiles los imposibles y, consiguientemente, si se pueda dar alguna verdad inverosímil e increíble. A primera vista parece que es clara la afirmativa; y así lo siente el marqués Orsi67, aplicando, con la autoridad de Egidio, a dos operaciones del entendimiento, esto es a la creencia científica y a la simple persuasiva, dos consentimientos diversos que da el entendimiento, o arreglado de su propia luz, o movido del apetito. De estos consentimientos resultan dos principales creencias: del primero la una, que tiene por objeto lo necesario como verdadero; del segundo la otra, que tiene por objeto lo contingente como creíble. La primera especie de creencia tiene su fundamento en la ciencia, la segunda en la opinión. De aquí concluye, con el filósofo Bonamici, que se puede dar una verosimilitud no verdadera y una verdad no verosímil. Porque lo verdadero y lo posible pueden discordar tal vez de lo creíble, siendo lo creíble y lo posible diversos según la definición del Castelvetro, que dice ser «la posibilidad aquella potencia en la acción que no tiene imposibilidad de venir al acto, y la credibilidad ser aquella conveniencia en la acción por la cual puede creerse que sea reducida al acto». La naturaleza y la opinión tienen diversos confines, de modo que una misma cosa puede caber en lo posible y no en lo creíble, y otra puede caber en lo creíble y no en lo posible. Si sucede que lo posible pase más allá de lo creíble, también sucede que lo creíble exceda a veces a lo posible.
Pero todo este obscuro razonamiento, si yo no me engaño, tiene mucho de sofístico. Toda la cuestión se reduce a saber si lo imposible es creíble y si la verdad es a veces inverosímil e increíble. Si todo el antecedente discurso se ciñe a probar que los hombres se engañan frecuentemente en sus juicios, teniendo por posible y creíble lo imposible, y por falso e inverosímil lo verdadero, es eso de suyo tan evidente, que no necesita de prueba; pero, si con ese discurso se quiere probar una como paradoja, esto es, que la verdad, conocida por tal, pueda ser inverosímil, y lo imposible, conocido por tal, pueda ser verosímil, me parece que los argumentos son falaces y sofísticos. Y la razón es clara, porque una cosa es la naturaleza de las cosas y otra es nuestra opinión. No es extraño ni nuevo que nuestra opinión no se conforme con la naturaleza de las cosas; y así puede muy bien una misma cosa ser imposible en sí y ser posible y creíble en nuestra opinión, ser verdadera en sí y ser falsa en nuestra opinión, y, consiguientemente, increíble. Esto me parece innegable; pero también lo es que nuestra opinión no puede dejar de conformarse con nuestra misma opinión, y así no puede ser jamás que nuestra opinión tenga una cosa por verdadera y al mismo tiempo por falsa e increíble, o la tenga por imposible y al mismo tiempo por posible y verosímil; y esto mismo es, a mi parecer, lo que viene a probar el discurso del citado autor. Finalmente, para dar fin a esta cuestión, digo que son cosas muy distintas la esencia y naturaleza de los objetos y la opinión que de ellos tenemos; no porque ésta no convenga a veces con aquélla, sino porque la opinión no pende de la naturaleza de las cosas; de suerte que no vale el argumento de una a la otra, siendo siempre evidente, sin necesitar de más pruebas, que la verdad, conocida como verdad en nuestra opinión, no puede jamás dejar de tener el asenso de ella y ser creíble y verosímil; y asimismo lo imposible, conocido como imposible en nuestra opinión, no puede jamás ser tenido en ella como posible, y consiguientemente, por creíble y verosímil, porque la posibilidad o imposibilidad, la verdad o la falsedad de una cosa, pende del ser y naturaleza de la misma cosa, pero su verosimilitud o inverosimilitud, su credibilidad o incredibilidad, pende de nuestra opinión. Los argumentos que prueban que una cosa por su naturaleza imposible o verdadera es a veces, en nuestra opinión, verosímil o inverosímil, prueban lo que nadie ignora ni nadie dificulta, y las definiciones de Castelvetro de la posibilidad y credibilidad son del todo inútiles, y, en lugar de aclarar, obscurecen más la cosa definida. Yo no entiendo qué quiere decir que la posibilidad es aquella potencia que no tiene imposibilidad de venir al acto: porque si el término posibilidad es obscuro, lo es también el término imposibilidad, lo cual es definir una cosa obscura por otra igualmente obscura, y añadir tinieblas a tinieblas. Esta definición, a mi parecer, quiere decir en conclusión: que lo posible es una cosa que no es imposible; y la otra definición se reduce también a semejante sentido: que lo creíble es una cosa que se puede creer. Pero todo eso ya se lo sabía cualquiera sin la definición.
Acerca de la verosimilitud tenemos a Aristóteles68 un precepto comúnmente aprobado de todos, es a saber, que los poetas deben anteponer lo verosímil y creíble a la misma verdad. Lo cual se debe entender, según el citado marqués Orsi69, de la verdad perteneciente a las ciencias especulativas y a la historia. La razón de este precepto, así entendido, es evidente: porque como el fin del poeta es enseñar y aprovechar deleitando no siendo tan acomodada para este fin la verdad histórica o científica como lo es lo verosímil y creíble, es justo que el poeta eche mano de éste, como más oportuno, antes que de aquélla, que tal vez será opuesta a su intento. El historiador refiere los hechos como han sucedido, y así no suelen exceder los límites de lo ordinario y común; al contrario, el poeta busca siempre lo extraordinario, lo nuevo, lo maravilloso, y para esto es mucho mejor la verosimilitud poética que la verdad histórica. Si Homero se hubiera contentado con referir la guerra de Troya como sucedió y los viajes de Ulises como quizás habrán sido, no nos hubieran podido deleitar con tantas maravillas y con tan estupendos sucesos. La verdad histórica de la venida de Eneas a Italia, de la conquista de Jerusalén por Godofredo, y del viaje de Vasco de Gama, no es tal ni tan admirable y deleitosa como nos la pintan Virgilio, Tasso y Camõens, los cuales la hicieron maravillosa, nueva y extraordinaria, valiéndose de la verosimilitud poética y anteponiéndola a la verdad histórica, siempre que con bastante razón pudieron hacerlo. Asimismo la verdad de las ciencias no es siempre conforme a las opiniones del vulgo; y como lo que no es conforme a la opinión no es creíble ni persuade, ni puede ser útil, por eso es preciso que el poeta se aparte muchas veces de las verdades científicas por seguir las opiniones vulgares. Que el ave fénix renazca de sus cenizas, que el viborezno rompa al nacer las entrañas de su propia madre, que el basilisco mate con su vista, que el fuego suba a su esfera colocada debajo de la luna, y otras mil cosas semejantes que las ciencias contradicen e impugnan, pero el vulgo aprueba en sus opiniones, se puede muy bien seguir y aún a veces anteponer a la verdad de las ciencias, por ser ahora, o haber sido en otros tiempos, verosímiles y creíbles entre el vulgo y, por eso mismo, más acomodadas para persuadirle y deleitarle.

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Dámaso Alonso

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